Hace un par de años, cuando mis hijos más chiquitos tenían 3 y 7 años, su abuela paterna les regaló un conejo. Una coneja, que llamaron Beba. Vino en una caja de cartón y de inmediato tuve que invertir en una jaula, comida y tiempo, para la limpieza permanente de sus desechos en forma de bolitas distribuidas infinitamente por la jaula y por la casa. Los chicos la adoraban. La tenían a upa, provocándole taquicardia y nervios, le diseñaban juguetes, muebles y ropa, la hacían interactuar con el perro y la gata convirtiendo la casa en un revuelto de mascotas inquietas, como psicóticas.

Después de unos pocos pero gloriosos meses, producto de alguna peste, o el clima cálido mutado en calor agobiante, la coneja Beba de pronto empezó a dejar de comer y de moverse, a bajar de peso y mostrar un aspecto opaco y apagado en su pelo y ojos. Dos o tres días después, se murió. La encontré yaciente en su jaula de la terraza y se me oprimió el pecho para darle enseguida paso a una desesperada sucesión de acciones con el fin de evitar que los niños viesen el cuerpo ya no sólo inmóvil sino tieso de la animalita. 

La agarré con una bolsa devenida guante, que luego di vuelta y se convirtió en bolsa mortuoria, salí escabulléndome al pasillo, crucé de vereda y tiré bolsa y coneja en el container de la basura, en la calle.

Entré a la casa y en un ratito brevísimo, casi inexistente, los niños comenzaron a buscarla como todas las mañanas para jugar. Pensé en mentirles y hablarles de una posible escapada del bichito, pero en el momento de hablar sólo pude decir ocho palabras: “¿Vieron que la coneja estaba enferma? Se murió”. 
Lola, con 7 años y una sensibilidad ultrafina, lloró dos días seguidos. Con lágrimas voluptuosas y en silencio. Por momentos emitía un sollozo más ruidoso pero en general era deslizar la angustia en forma de agua salada por sus cachetes, para luego con la lengua atrapar algo del caudal y volver a meterlo en el cuerpo por la boca. 

En cambio su hermano menor, de 3 años, se limitó a mirarme cuando emití la frase breve, para desviar la atención con cuerpo y mente y seguir jugando. Nunca me creyó. Nunca procesó la idea de la muerte, de la carne tiesa para comenzar su proceso de descomposición, de la ausencia. Para él la coneja estaba escondida y a lo sumo, un poco enferma. Nada que una buena búsqueda y un buen médico de animales no pudiera solucionar. Yo le repetía lo de la muerte, contándole que no iba a verla nunca más pero no había caso. La buscaba en un hueco evidentemente vacío entre el lavarropas y la pared con seguridad de niño. Con la certeza de su mente mágica. 

Pasaron los meses, Lola superó el duelo, pero el chiquito la seguía esperando encontrar. Hasta a mi me hacía dudar a veces si había tirado un cadáver a la basura o un animalito enfermo y cansado en vías de recuperación.

Cuando leo, en estos días de metáforas de vida y muerte, de sistemas y monedas que enferman, colapsan, y hacen morir a algunos sectores sociales, fortalecer y revivir a otros,  pienso en la coneja Beba. Y en cuántos compatriotas que, como mi hijo chiquito, pero siendo ellos bien adultos, prefieren imaginar mágicamente salidas misteriosas que siempre han fracasado para evitar el dolor de lo inefable, consumiendo información modulada para oídos bobos, que prometen salvatajes y bonos en forma de barco. 

Llevamos dos años de enfermedad. Dos y medio. Retardar el remedio puede ocasionarnos ser hallados sin vida en una jaula. ¿Y para dónde vamos a mirar entonces?