Prefectos condenados 

Este 21 de septiembre se conoció la sentencia en el primer juicio oral y público de violencia institucional durante la gestión al frente del Ministerio de Seguridad de Patricia Bullrich. Los hechos que se juzgaron son parte de una rutina en el accionar de la seguridad urbana: torturas, apremios y maltratos a jóvenes pobres. La presencia de prefectos y gendarmes no son una novedad: fueron implementadas en los años kirchneristas como parte de un programa de seguridad en el sur de la ciudad y el sur del Gran Buenos Aires (“Operativo Centinela” y “Operativo Cinturón Sur”), con la pretensión de romper el vínculo tóxico que las policías locales tenían en esos barrios en cuanto a la producción y regulación de delitos. Las denuncias por violencia institucional de estas “nuevas fuerzas” llegaron porque llegaron con órdenes castrenses cuya adaptación libre es propia de cada miembro. 

Los hechos. El 24 de septiembre de 2016 fueron detenidos ilegalmente Iván Navarro y Ezequiel Villanueva Moya (de 18 y 15 años al momento de ser detenidos) en la zona de la villa 21-24. Fueron llevados a la orilla del riachuelo y sometidos a torturas: golpes, flexiones, amenazas sexuales y simulacro de fusilamiento. La justicia comprobó que se cometieron estas torturas. El Tribunal Oral 9, y en la misma sala donde fueron juzgados los comandantes de la Junta en 1985, sentenció a 10 años y 6 meses a tres ex prefectos (Antúnez, Benítez y Ertel) y a 8 años y 11 meses a dos de ellos (Sandoval y Falcón) y a 8 años y 8 meses a uno de ellos (Marsilli). Ninguno podrá volver a ejercer un cargo público. Y, destaquemos, desde noviembre de 2016 el mismo Ministerio los había separado de la fuerza. 

¿Por qué ocurre esto? No existe una estricta orden, pero lo que atinadamente dicen los abogados de las víctimas (Gabriela Carpinetti y Nahuel Berguier) es que hay un “discurso de guerra” que se acopla a la débil formación de los hombres y mujeres de las fuerzas. 

Los obligaron a tirarse al piso y hacer flexiones de brazos, hasta que uno saltó sobre la espalda de uno de los chicos y le preguntó dónde quería el tiro. Los esposaron a un caño y dispararon varios tiros al aire, les quitaron la ropa porque supuestamente habían robado. Uno de los sies prefectos le puso el arma en la nuca al menor, y lo obligó a rezar. Lo que sigue son dos textuales formidables de la abogada Gabriela Carpinetti entrevistada por la revista “Sangrre”:

“Hay un fenómeno particular en Argentina en relación a las fuerzas de seguridad, que no es estrictamente de este gobierno, sino como un germen que fue creciendo en democracia y que hoy cobra otro impulso. Y esto más allá de que hubo un proceso de desmilitarización de la sociedad desde el regreso de la democracia: primero con el Nunca Más, luego con la política de desguace de las fuerzas armadas con Menem –a pesar de los indultos– y que incluyó el fin del servicio militar obligatorio. La etapa que siguió a estos dos gobiernos tuvo la política de civilizar a las fuerzas: desde descolgar el cuadro de Videla en el Colegio Militar hasta el intento del control civil de las fuerzas. Lo cierto es que todas estas políticas también convivían, se yuxtaponían, con un proceso donde las fuerzas de seguridad se fueron militarizando; por eso, muchas de las prácticas que venimos denunciando contienen una lógica muy castrense: simulacro de fusilamiento, obligarlos a rezar el padrenuestro, las flexiones y el sacrificio físico, amenazar con tirarlos al Riachuelo, todo el elemento de la desnudez. Por otro lado, mientras, se fueron militarizando rasgos del accionar de las fuerzas de seguridad; las fuerzas armadas se fueron ‘policizando’, que es lo que lleva al decreto que tenemos hoy donde se autoriza a las fuerzas armadas a organizar la seguridad interior.”

“Los pibes fueron víctimas de violencia sexual: la condición de desnudez, la amenaza de sodomización, tienen que ver con cómo los prefectos ‘se hacen machos’ en el territorio en relación no a las mujeres sino a otros varones. Las mujeres sufren otras cosas, pero no esta dimensión. La violencia producto de la estructura de poder que devela la estructura de género (y viceversa) que sufrieron los chicos jugó muy fuerte hacia ellos, como varones. Y esto nos interesó mucho decirlo, porque los propios prefectos terminaron siendo víctimas de su mandato de masculinidad y los pibes también.”
Alguna vez se le escuchó decir al jefe de gabinete que para cambiar a las fuerzas de seguridad, debían ingresar a sus filas y formarse más jóvenes de capas medias. Es una mirada realista y de clase, las dos cosas al mismo tiempo, y sobre la que se podría argumentar mucho (¿qué debería ocurrir antes para que eso ocurra?, ¿por qué aceptar que el origen popular de los miembros de la fuerza naturaliza su violencia y naturaliza las “inversiones” bajas del Estado en la formación?, y así). Lo cierto es que la demanda de seguridad es constante y lo es más en esos barrios humildes (en los que si se plebiscitara la presencia de esas fuerzas de seguridad habría una mayoría clara por el sí). Pero el control civil de una fuerza no es corporativo y va contra la corriente. La tortura de uniformados a un chico de 15 años marcó un límite para los seis prefectos, para el barrio y ojalá que para la “línea” de un Ministerio.