Revolución, Estado, Contracultura

La teoría no está cumpliendo su papel: ¡que alguien haga algo!

La teoría social es desde hace tiempo pesimista. Los grandes éxitos sociológicos revelan miradas totalmente desesperanzadas sobre el futuro. Podríamos decir que son la bibliografía de la no-militancia: leer autores de moda como Thomas Piketty, Mark Fisher y Wolfgang Streeck es, en todos los casos, una experiencia paralizante, lo contrario de una invitación a la acción. Cada uno de ellos tiene una idea clave e inclusive central para comprender nuestra época, pero las cosas se presentan de manera tal que la comprensión parece obturar la práctica más que facilitarla. Antes se decía que la teoría iba en auxilio de la praxis; ahora todo ocurre como si la praxis no sólo tuviese que luchar contra la realidad, sino también contra la teoría.
Pero hay seguir hablando de Mark Fisher. En su último libro, Fantasmas de mi vida, explica de manera muy sintética por qué la cultura, y especialmente la música de los 80 en adelante, parece haber entrado en una crisis sin fondo, en la que la repetición y el pastiche prevalecen mortalmente sobre la novedad. Su esquema es simple. En primer lugar, sólo hay contracultura si hay Estado de Bienestar. La gente necesita tiempo libre y alquileres baratos para volverse creativa. La desregulación del mercado de trabajo ha destruido el ocio de la población. La gente dejó de leer libros porque dejó de tener tiempo para leerlos; no es sólo culpa de la televisión o Twitter. En segundo lugar, el Estado de Bienestar siempre fue, dice Fisher, una “formación de compromiso” de la izquierda, que posponía su proyecto revolucionario en aras de lograr mejoras sustanciales en la calidad de vida de los trabajadores. Pero hace cuarenta años se vino abajo la Idea de Revolución, el Estado de Bienestar y por ende la Vida en la Contracultura. Peter Capusotto y sus videos es un buen testimonio de esta triple pérdida: la nostalgia del programa –inmejorablemente presentada en las apariciones de Bombita Rodríguez, “el Palito Ortega montonero”– es la nostalgia por un momento en donde la Revolución era posible, el Estado garantizaba el bienestar y los jóvenes podían ir experimentando cómo sería una Vida no-burguesa en las playas de creatividad contracultural. Con Thatcher, escribió Lennon, el sueño revolucionario terminó; hay que agregar que se terminó el Estado y se terminó la imaginación.

Esto no es vida: deprimidos y dominados

No se puede ya vivir en la contracultura: esto dice Mark Fisher en su libro Fantasmas de mi vida, el último que escribió antes de suicidarse. La tremenda descripción de la depresión neoliberal que realiza en su ensayo sobre Joy Division debe contarse entre los mejores textos que se hayan escrito sobre rock. Fisher redacta frases que por su precisión resultan imposible de olvidar: Ian Curtis, el cantante de la banda, es “un hombre que canta como un muerto”.  Y esto vale para toda la joven clase trabajadora inglesa y, más aún, de la OTAN, desde el thatcherismo a Trump. Pero cualquier aplicación a la realidad latinoamericana precisaría un par de rectificaciones. La situación psíquica y cultural de Europa y Latinoamérica parece haber sido bastante similar hasta el momento clave del 2000, donde aparecieron gobiernos populares en toda la región. La serie Chávez-Kirchner-Lula-Evo-Correa fue un viento gigantesco en sentido contrario. Se escuchó decir, otra vez: Revolución, Estado, Imaginación. Ahora que el neoliberalismo recobró posiciones en buena parte de la región (hecho reconfirmado y hasta sobreactuado en la paupérrima renuncia a Unasur, perpetrada por varios países por indicación norteamericana), la depresión cunde y Fisher encuentra fácilmente lectores argentinos. Pero Fisher es la no-salida por excelencia, no tanto porque se haya suicidado sino porque en sus penetrantes análisis dice simplemente que en la contracultura no hay vida. No se puede vivir ahí. No ocurre nada nuevo. “Es claro para mí ahora que el período que va de 2003 al presente será reconocido –no en un futuro distante, sino muy pronto– como el peor período para la cultura popular desde la década de 1950”. La profunda estupidez neoliberal no ha dejado espacio cultural sin corromper. Persiguió a la imaginación hasta adentro de nuestros cerebros.

Aspectos no-negativos del fanatismo

¿Hubo recientemente creación cultural en Argentina? Por supuesto: se llama militancia política kirchnerista. Tuvo y tiene todos los condimentos de una contracultura, lo que explica sin mayores problemas que Mirtha Legrand sienta miedo y asco cada vez que en su mesa esclerosada se menciona el tema, ya se trate de La Cámpora, Pablo Echarri o el feminismo. En efecto, la militancia es uno de los pocos espacios de la vida social –para no decir el único– donde la creación colectiva de modos de vida no-burgueses ocurre todo el tiempo, necesariamente y de manera objetiva. Como ha dicho bien Fisher, la depresión no es sólo un problema personal derivado de una biografía difícil, sino fundamentalmente una expresión de poder social: la depresión emerge en el punto extremo de dominación neoliberal, cuando la vida de los que no son ricos carece de sentido –y, por ende, la “sociedad” se vuelve una farsa. La militancia, precisamente por negarse a vivir como dicen las corporaciones que debemos vivir (esclavizados y deprimidos), genera continuamente anticuerpos morales contra la poderosa fuerza de entristecimiento que, sin lugar a dudas, es uno de los pilares básicos del sistema neoliberal. Quizá no fuera por azar que Cristina reivindicara el “optimismo” y la “alegría” de la militancia; Mark Fisher posiblemente hubiera comprendido y valorado mejor estas definiciones que José Natanson, autor que incluso en sus buenas épocas no entendía nada (su libro de 2012, Por qué los jóvenes están volviendo a la política. De los indignados a La Cámpora, resaltaba el parentesco de La Cámpora con… ¡la Coordinadora!, un absurdo que fue bastante comentado en aquel entonces –y luego olvidado, en razón de absurdos superiores y peores).
Para terminar, listemos las acusaciones habituales contra la militancia: “fanatismo”, “sectarismo”, “verticalismo”, “comisarios ideológicos”… Como es palpable, aun si todas estas denuncias fuesen ciertas, sólo demostrarían que los militantes están realmente muy lejos de estar deprimidos, es decir, muy lejos de ser dominados. Hasta se podría recordar que estas actitudes han vuelto a ser valorizadas por las más novedosas teorías sobre el postcapitalismo –especialmente el “aceleracionismo” fundado por Alex Williams y Nick Srnicek, quienes en su Manifiesto aceleracionista reconocen que “el secretismo, la verticalidad y la exclusión también tienen su lugar en la acción política efectiva (no como herramientas únicas, obviamente)”. En este marco, los repetitivos reclamos de “autocrítica” hacia la militancia terminan mostrando un costado bastante oscuro: la autocrítica bien podría ser una forma de perder la moral y encontrarse, al final del recorrido, con la depresión neoliberal que nos dice, como le dijo a Mark Fisher a lo largo de toda su vida, que somos buenos para nada.  
En rigor, esta es toda la idea: si el neoliberalismo es el derrame de depresión sobre un inerme cuerpo social (como cantaba Ian Curtis, “perdí la voluntad de querer más”), su antítesis es la organización militante; un espacio donde la creación cultural es norma para la vida cotidiana –un sitio donde las palabras “revolución”, “Estado” y “contracultura” vuelven a tener sentido.