El hashtag de No al golpe peronista es lo más gracioso que ocurrió en este año de mierda. Desde mayo que hay un tsunami cambiario que golpeó en el talón de Aquiles del gobierno (su frente externo) y todavía no terminamos de medir la envergadura del impacto social. Como si esperáramos una ola gigante de ese tsunami que ocurrió en medio del mar de las finanzas y que va a llegar a golpear las costas. Como si no hubiera golpeado ya.  

Soy apocalíptico en otro modo: creo que lo peor es lo que ya ocurre, un mal en proceso continuo, algo que tiene hitos pero también constancias. Una degradación lenta y persistente. Vivimos en una Argentina encallecida y lo peor de cada tiempo es lo que más rápido “naturalizamos”. En los 80 naturalizabas levantamientos militares o remarcaciones de precios mientras recorrías la góndola. Desde los años 90 se naturalizó el paisaje de la pobreza a cuenta de un registro social de ganadores y perdedores que te alentaba a no perder tiempo mirando a tu alrededor.  

Pero lo que se derrumbó en 2001 nos propuso a los argentinos reelaborar los consensos de un nuevo “orden”. Y uso la palabra orden en el sentido menos conservador del mundo, sino como el piso de garantías y acuerdos mínimos. Duhalde, Kirchner, Cristina, diría que el consenso a los tumbos del peronismo, y de otros sectores de la política nacional también (la Iglesia, la CTA, etc.), implicó una vaga idea que nombro en esta vieja jerga: la realización en una comunidad que también se realiza. No digo en los términos utópicos. Sino de un modo más simple: un criterio donde la “exclusión” es mala palabra. Algunos creen en el consenso alfonsinista de 1983, otros también creemos en un consenso post 2001. Ese impuesto que demonizaron (“retenciones”) fue el nombre del pacto social. Que se levante de su modorra el historiador económico que sea capaz de escribir la historia de las retenciones. A por él.  

¿Cuál es el “golpe peronista” que este gobierno insta a denunciar a sus nativos digitales? Lo escribí en un tuit y lo transcribo por vagancia: “El peronismo pasa de ser eso que te aísla del mundo a ser el que maneja los mercados”. Hace un mes recorrí la provincia de Formosa. De sur a norte. Antiguo territorio nacional provincializado por Perón en 1955, justo antes del golpe. Ocurría el “destape” de los cuadernos y me enteraba a cuentagotas subido a un viaje que recorría el bañado La Estrella, la sequía del Pilcomayo, pequeños pueblos como El Quebracho o la ciudad de Las Lomitas, donde estuvo preso Carlos Saúl Menem durante la última dictadura. Una provincia electrificada, con cientos de escuelas y centros de salud, donde la provincia construyó la “Nación”, una provincia de frontera en todos los sentidos posibles y profundos.

¿A cuento de qué viene esta mención? A cuento del impacto extendido de la organización territorial: no conurbanizar ni sojizar fue el “no-no” que definió algo así como el “modelo” de esa provincia. 

“Argentina, Argentina”, cantaba Fito en La casa desaparecida en 1999, desde el umbral del declive de una década. Hay que tener el temple duro para lo que viene y aprender de los errores. Me gusta este remate de un texto de Florencia Benson: “A veces es necesario perder el miedo a no tener nada que perder, aprender a habitar el desierto hasta que aparezcan las palabras que nombren lo que nos pasa. Nombrar es iluminar, iluminar es mantener la oscuridad a raya. Si relajamos esa vigilia corremos el riesgo de terminar como las langostas, es decir, morir hervidos y en total ignorancia. En otras palabras, es bien posible morir de tibios.”