Por Mayra Arena

Si hay algo que ha tenido éxito en Argentina, y este mérito debe reconocérsele al stablishment, es la capacidad de instalar en la población los intereses del poder como el interés general. Esta semana se vivió uno de los momentos más duros del año. La toma repentina de un predio en Guernica con cientos de desocupados y subocupados como protagonistas, puso a prueba al gobierno que, como pudo, reubicó a la mayor parte de las familias y desalojó al estilo clásico a las que quedaban. Pero, sobre todas las cosas, le respondió a esa opinión pública que instala agenda y que exigía una prueba del respeto a la propiedad privada.

La toma en sí misma. Ante el empobrecimiento masivo de la población, las familias se amucharon en unidades que a duras penas eran planificadas para una familia. La violencia doméstica aumentó y los alquileres se volvieron impagables para esa población que prácticamente ya no tiene para comer. La toma de Guernica está protagonizada por una diversa paleta de pobres que vienen cayendo de distintas realidades. Hay una enorme mayoría de desocupados, mano de obra barata sin posibilidades de acceso a trabajos que realmente signifiquen poder adquisitivo. Se labura de lo que se puede, se gana lo que paguen y se sobrevive como sea. Suele dormirse mucho, porque estar dormido a la intemperie es menos peor que estar despierto en una pesadilla. También, digamos todo, en las tomas hay oportunistas. Punteros que surgen del propio barrio y buscan beneficios económicos a costa de los más necesitados. Los que lotean un terreno ajeno y le hacen creer a las familias que un papel de compra-venta les da la legitimidad que no tienen.

Pero no es cosa (sólo) de pobres. En Argentina hace tiempo que la clase media no puede acceder al metro cuadrado de suelo y por eso alquila departamentos cada vez más minúsculos y apretujados. La clase un cuarto edifica en el terreno de los suegros, de los padres, al costado, arriba o arriba de la pieza de arriba. En los barrios más pobres del AMBA no hay lugar hacia ningún lado y la creatividad para inventarse un techo es, por lo menos, admirable. En estos barrios, hemos visto, se levantan viviendas de ladrillo que maravillarían al más osado arquitecto. Sin embargo, y esto no podemos dejar de observarlo, la gente no sale masivamente a usurpar ni a tomar terrenos. Muy contrariamente, se acepta con resignación que el acceso al terreno propio es algo extrínseco, mientras un alquiler se lleva el 50% del ingreso de las familias religiosamente todos los meses.

Bancarización. La relación de los laburantes y los desempleados con el crédito es prácticamente nula. No sólo un crédito hipotecario es difícil de concretar por las trabas económicas: nuestra inflación e inestabilidad financiera atentan contra el largoplacismo crediticio. Pero, incluso teniendo en cuenta esos factores macroeconómicos, la realidad en Argentina es que a los grandes créditos (de inversión, de acceso a la vivienda) sólo acceden quienes tienen sólidas garantías de estabilidad económica. Es decir, los créditos hipotecarios nunca fueron para los trabajadores ni estuvieron cerca de serlo.  

En Argentina el conjunto de la población está a favor de la propiedad privada. La vivienda propia, en el sentido puro de la palabra (propio viene del latín pro privo: a favor de lo privado) es el anhelo más grande de una clase obrera que, a pesar de soñarlo, ya aceptó que el mercado inmobiliario es cosa de los otros, y edifica como puede y donde puede. Pero, además, la toma de tierras es algo transversal a todas las clases. Familias de clases medias que tomaban un terrenito y comenzaban a pagarle los impuestos o familias que compraban un terreno, se cercaban dos, y aquí no ha pasado nada. En diez años es legítimamente tuyo. Para no mencionar la cantidad de barrios cerrados de clase alta cuya disposición ha sido, cuanto menos, dudosa. En Argentina si te ponés a hilar finito casi todos estuvieron flojos de papeles alguna vez.

No es mi intención banalizar aquí el delito —del que he hablado bastante y he dejado en clara mi postura para nada romántica— lejos de ello, veo a la toma como un suceso que deja al desnudo la criminalización de la caída en la marginalidad. ¿Por qué ir a dormir bajo el puente no es delito y tirar un colchón en un terreno vacío sí lo es? Caer en la indigencia técnicamente no es un crimen, pero la supervivencia es una condena a vivir en defensa propia. Insisto: tomar terrenos es un delito, la propiedad privada es la base fundamental de nuestra sociedad y debe ser resguardada por todos los poderes. Pero hay preguntas que surgen claras a partir de los hechos y de la mirada del resto de los ciudadanos ¿Dónde pondrá el octavo país más grande del mundo a sus marginales? No hay suficientes puentes para todos. ¿A dónde edificaran los hijos de los hijos de esa clase un cuarto que ya dividió el terreno más veces de las que creyó posibles? ¿La clase media está dispuesta a seguir alquilando monoambientes tamaño ratonera? ¿El que nace inquilino morirá inquilino?

Gobierno. Los dólares, esa adicción argentina para la que no existe un centro de rehabilitación. Alberto tiene un problema que comenzó con Vicentín y siguió con cada intento de medidas: paga el desgaste, sufre la erosión, pero no recolecta los beneficios que buscaba. Es natural que cuando un gobierno toque intereses del poder sufra desgaste mediático y todo lo que ya conocemos, lo que no es natural es que todas las batallas queden a medias tintas. La falta de contundencia es aún más grave que la de dólares. El bombardeo mediático es feroz, las fake news son despiadadas. Pero también hay un Alberto cansado, frustrado, impotente, que no encuentra la punta del ovillo.

En un gobierno vapuleado constantemente por lo que (aún) no hizo, con las arcas vacías y con una de las crisis más grandes de la historia (además de una pandemia) la vicepresidenta llama a un consenso para solucionar el problema de la economía bimonetaria. Pero Cristina sabe que a la oposición no le interesa colaborar. Y no es más que un paso al costado, la demostración de esa humildad que tanto le reclamaban, sumada al dialoguismo de Fernández —que supo siempre tener buena relación con el jet set— que busca dejar en evidencia lo que muchos sabemos hace rato: no es por falta de acuerdos o llamados al diálogo que la oposición vapulea cada intento de avance en materia de reformas económicas. Cuando no sea por la soberbia de Cristina, será por cualquier otra diferencia, real o ficticia, política o moral. Cuando hay ganas, uno siempre puede encontrar un pero.

Una microrrevolución económica nos sacude. Se han devaluado los locales de las principales avenidas, se ha desplomado el precio de las oficinas, se ha adelantado el e-commerce a niveles que se estimaba estaríamos en 2030 y emergen con fuerza los trabajos relacionados a la tecnología. Y en los medios, cada vez que gobierna el peronismo, el fantasma del comunismo y la eterna profecía: vamos a ser Venezuela. Hay más miedo de que se acabe el papel higiénico a que venga otra pandemia.

Bien, aprovechando estos fantasmas digo: no hay nada más lejano al comunismo que el acceso al suelo. No hay nada que genere más posibilidades de crecimiento que una sociedad con cada vez más clase media, y para esto es indispensable terminar con la inquilinización crónica que existe en nuestro país. Y tampoco hay nada, si me permiten, que entorpezca más el desarrollo de las políticas públicas que la falacia de que todos los problemas (y en particular este) son problema de los pobres. El acceso al suelo es un problema de mayorías. La brutal caída en la economía recrudeció las desigualdades e hizo temblar a muchos que creían que estaban parados con más firmeza. Hoy estamos en el mismo lodo todos manoseados.

La nacionalización de lo ocurrido en Guernica pone en el foco esta realidad. Solo dos tristes conclusiones hasta el momento:

I. El futuro llegó y fue por tomar sopa de murciélago.  

II. Vivimos en un país vacío, en el que la mayoría no tiene donde caerse muerto.