Este año se cumplen 35 años de democracia. La Universidad Nacional de La Plata abrió el ciclo “Preámbulos”, donde cita a muchos intelectuales y periodistas en torno al debate sobre deudas y proyecciones de estos 35 años de, llamémosle, “orden civil”. Pablo Stefanoni, Sol Montero, Andrés Malamud, Martín Becerra, Lorena Moscovich, etc. Lo que sigue son algunos apuntes de la mesa en la que participé el 17 de septiembre ordenados especialmente para esta columna.  

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¿Se festejan los años de democracia? Hace diez años entrevisté a Emilio De Ípola para un programa sobre los “25 años de democracia” para canal Encuentro. Emilio había estado en la cocina directa del primer Alfonsín, y dio detalles de la construcción discursiva sobre la figura de Alfonsín. Ascenso y caída, porque ese primer gobierno radical de la democracia terminó colapsado en la crisis económica. Al cierre de la entrevista le preguntamos si había que brindar y dijo “sí, pero con sidra, no con champagne”. Sidra real.


La democracia tiene dos padres: uno reconocido (Alfonsín) y otro no reconocido (Menem). Casi diría que la paternidad compartida del peronismo sobre la democracia quedó borrada. Menem consagra algo que Alfonsín no: un presidente civil con poder. No importa la dirección ideológica de ese proyecto (neoliberal, sin dudas) tanto como su verdadera herencia: muchos años de gobierno que solidificaron la institucionalidad argentina. Con Alfonsín tuvimos la ceremonia del bautismo laico, con Menem el primer gobierno de la economía. El costo fue altísimo, lo sabemos, pero esa solidificación política que permitió el programa económico del 1 a 1, permitió, justamente, el tortuoso desenlace: salir de la convertibilidad. 
Por años sentimos que “la transición democrática” no terminó, sino que ahogó su clima primaveral en el derrumbe económico que empezó en 1987. El kirchnerismo, de hecho, revivió bastante el clima de la transición, incluso rescatando como nadie la figura de Alfonsín. Por eso el clima de aquella primavera quedó flotante. Alcanza con que se proyecte la imagen de Alfonsín, el recitado del Preámbulo, los papelitos blancos en el cabildo el 10 de diciembre de 1983 y aparece la melodía desencadenada: un presidente casi “unánime”. Y sin embargo, otras imágenes más opacas y oscuras galardonan la consagración democrática. Veamos: el 3 de diciembre de 1990 un presidente democrático (Menem) por primera vez da la orden y abre fuego contra otros militares sublevados. Se acabó la condición civil de la debilidad alfonsinista: ser el comandante en jefe de las fuerzas armadas al precio de no usarlas. Menem exigió la rendición, durmió la siesta y disparó. ¿El contexto que lo permitió? Sí claro: giro liberal rotundo en el manejo de la economía e indulto a los militares que permanecían presos por los juicios de lesa humanidad. Pero Menem lo hizo. Los puso de rodillas. Menem giró, “traicionó”, pero construyó la primera presidencia dura, de mando. Es oscura, pero es una deuda.   

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Cuando este año, hace poco más de un mes, estuvo a punto de votarse la ley de IVE, muchos anotaban que ese era el “hito liberal” de Macri. El hito que se encadenaba a los otros hitos democráticos (le ley de divorcio de Alfonsín, el fin de la colimba de Menem, el matrimonio igualitario del kirchnerismo). Podemos hablar durante horas acerca del liderazgo político que faltó, pero también de otro dato que se articula: casi se vota una ley de salud pública que “ampliaba derechos” mientras sobre el ministerio de salud se opera hoy un ajuste que lo degrada a secretaría. Del histórico discurso de Lospenato al silencio de Lospenato. Los consensos sobre derechos civiles no son simultáneos a los consensos sobre derechos sociales. Los consensos democráticos tan mentados trasuntan sobre el nivel de los derechos civiles. El problema son los derechos sociales, ergo, el problema es la economía. No tenemos consensos sobre una economía. El camino de construir una economía y una democracia a la vez es arduo. Lo dice el subconsciente del gobierno encarnado en la vicepresidenta Michetti: difícil gobernar y votar cada dos años. Porque sí, porque es difícil que los excluidos voten a los excluidores.  

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Tenemos el asedio del tiempo: las generaciones que no tienen otra memoria que la de la democracia. La democracia es una naturaleza en la que nacimos, dirán. Nuestro ecosistema. No conocemos otro. Muchos amigos docentes cuentan que hay alumnos que no tienen siquiera un registro demasiado intenso de lo que fue el 2001, o que algunas palabras que funcionan como contraseña (Frepaso, Convertibilidad, menemismo) no hacen mella en la cara pálida de sus alumnos milenials. A la vez, en Argentina tenemos políticas de memoria muy potentes. La dictadura está presente de muchas formas en nuestro vocabulario político. Y renglón seguido podemos anotar que muchos de nuestros “éxitos culturales” se siguen fundando ahí. La fecha más potente del calendario sentimental es el 24 de marzo (1976); mucho más que el 10 de diciembre (1983).

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¿Cuál es la tarea democrática hoy? Desarmar la grieta. Tal como la vivimos. Y construir una política en torno a la fractura argentina. Para eso hacen falta más lenguajes, más liderazgos, más temas, más ideas, más sinceridad, más verdad. Las “novedades” desde que gobierna Cambiemos vinieron de abajo: desde la CTEP hasta el feminismo, con todas sus contradicciones se unen en el alumbramiento de zonas opacas de la vida social. En trabajos no reconocidos. Funcionan en algo así como la feminización de la agenda. De ahí el valor de Grabois o el obispo Gustavo Carrara o el Gringo Castro junto a un feminismo que dio vuelta la discusión política, al precio, incluso, de alimentar su propio debate. E incluso la irrupción en el radar del comentario político del movimiento evangelista.  
La inquietud periodística argentina en torno a “la grieta” es una distorsión que la reproduce hasta alcanzar un estado cada vez más tóxico: hasta que no sepamos de qué estamos hablando. Es la grieta como tema. Es la grieta en sí misma. Es borrar temas (grieta sobre qué, ¿pobreza, distribución, igualdad, comunicación?) para que la grieta sea el tópico de una rivalidad mal curada y sólo personalizada. Es la grieta como un catálogo de psicologías políticas que deben ser tratadas, analizadas, “la política al diván”. Es una grieta abstraída, una grieta sin “temas concretos”, una grieta como drama de peleas familiares. Costumbrismo político televisado. Es cierto: la política tiene encarnaciones en personas, construye su teatro breve. Pero llegamos a una instancia de agotamiento, de extorsión. 
Insisto: no se trata de imaginar Moncloas, ni la utopía de una política sin conflictos o despolarizada, o un “consensualismo bobo”, como dice Pablo Stefanoni. Tuvimos años conflictivos desde 1983. ¿Quién tiene memoria de una política solemne de consensos que no se apellide Kovalodff y su realismo mágico? Pero llegamos al colmo de una fetichización del conflicto (llamado “grieta”) cuya costura se nota en el actual discurso: el macrismo “ofrece” grieta televisiva como bien podría ofrecer créditos de ANSES o Precios Cuidados. Es un consumo político más, un ítem en la oferta electoral. La política como espectáculo. Un prime time híper politizado para que nada cambie. La grieta es la autonomía de la política. Se trata de reconstruir una política en torno a la fractura real. E incluso implica el encanallecimiento de los agentes de la política: gente que se ríe de los muertos, como si en su fervor no reconociera un solo límite. Pero desear el fin de esta grieta es para que lo social vuelva a decirse, y es colocar en el horizonte a 35 años de democracia el escándalo de la pobreza. Una política sincera, una política que pueda mirar a los ojos a su pueblo. Una política que también tiene, entre sus recursos, el recurso de buscar acuerdos. Porque tantos años de teoría del conflicto proyectado en la política nos hicieron creer en una suerte de “cuanto peor, mejor”. Y así nos encuentra este 2018: sin dólares, llenos de pobres y sin una idea de futuro. Si el poder quiere “grieta”, hay que romperla.