Vandorismo radical

Tal el resultado de las últimas elecciones más lo que venía sumado de 2015, los radicales a través de su alianza con Pro, en Cambiemos, llevan alcanzados los siguientes números: 43 diputados y 13 senadores nacionales, 3 gobernaciones (Jujuy, Mendoza y Corrientes), 3 vicegobernaciones (PBA, Santa Fe y Mendoza), 3 ministerios (Defensa, Salud y el ¿Plan Belgrano?) y 10 intendencias de capitales provinciales (entre las que se cuentan Neuquén, Paraná y Córdoba entre otras). ¿Es mucho, es poco? Si los radicales se miran en el espejo de Alfonsín, esa figura que de izquierda a derecha se pelean por quién lo ama más, es poco. Si se miran en el espejo de su último presidente, Fernando De la Rúa, que mantuvo a sangre y fuego el 1 a 1, y dejó un tendal de muertos en la plaza, es mucho. Fue el partido que pagó el precio como ninguno otro. Fue el partido que más quiso ser eso: un partido. Vemos en estos días coletazos de una vitalidad extraña… de diversas maneras se mostraron reacios a los mandatos presidenciales inquebrantables: sostener las metas del déficit en el ajuste sobre las capas medias. 

En su editorial de la mañana de radio Mitre el periodista Marcelo Longobardi reclamó a viva voz que los radicales acepten el liderazgo de Macri en su coalición (que acepten el tarifazo sin chistar). Muchos periodistas cercanos al gobierno funcionan como voz más que sus ministros. “Si te pido que aceptes el liderazgo es porque el liderazgo no funciona”, podría escribirse en un sobrecito de azúcar. Es decir: lo que se reclama bajo el paraguas de la palabra liderazgo es que sean obedientes o “acepten la autoridad”. “Sé espontáneo”, les dice el periodista.

El partido radical, más que el liderazgo de Macri, reclama su parte en la coalición. Esta semana se publicó un texto del histórico dirigente Jesús Rodríguez en el diario La Nación que ponía en blanco sobre negro esta pretensión más ambiciosa: “Los acuerdos políticos son el camino para un auténtico cambio de época”. Hace pocos días en el Bafici, Sergio Wolf estrenó su documental “Esto no es un golpe” sobre la trama de la sublevación carapintada que lideró Aldo Rico en la semana santa de 1987. Jesús Rodríguez patentó su barba en una vieja calcomanía de campaña ese mismo año: la barba prolijamente progresista dibujaba la J y después la R, aquella JR que acompañó a Alfonsín en su difícil gobierno. En el documental (que tendrá estreno comercial en octubre y es deseable que muchos lo vean) se ve a Jesús a los gritos en las puertas de un cuartel de Campo de Mayo tomado por los “formidables guerreros en jeep”, como decía el Indio. Carapintadas clavados con sus FAL y los ojos desbordando anfetas, cientos de militantes peronistas, radicales, comunistas, del PI, militancia variopinta “autoconvocada” y Jesús a los gritos danto la orden del “autocontrol”. A futuro se podrá reseñar en detalle este documental pero me interesa el viaje en el tiempo: de aquel Jesús en camisa y suéter escoten ve puesto al revés a este dirigente atildado que escribe en La Nación un decálogo inteligente de buenas intenciones donde luego de repasar “la salida del populismo” requiere del gobierno no sólo la inclusión del radicalismo en el sistema de decisiones sino también algo más. Dice Jesús: “Al mismo tiempo, queda claro que la agenda de reformas necesarias para encarrilar un sendero de progreso exige la formulación de políticas públicas que afectan intereses sectoriales y corporativos de grupos que, aun siendo minoritarios, disponen de amplias capacidades de veto, ya sea por su influencia económica y social o por su propensión a medidas de acción directa.”

¿Qué pasa con los radicales? En un sentido estrictamente político: se abre una negociación por ver si puede ser un radical el vicepresidente. Alfredo Cornejo (actual gobernador de Mendoza) no tiene reelección en su provincia. Ricardo Alfonsín es el más crítico por izquierda pero quienes lo frecuentan asumen que tiene un cepo moral: no se puede ir del partido… porque es el hijo de Alfonsín. ¿Dónde está el punto crítico? La inflación y los tarifazos, que golpean el corazón de la clase media. No es que el radicalismo se autoperciba a esta altura como el representante natural de esa base de capas medias, sino que en virtud de ello sabe con qué compite: con un peronismo y kirchnerismo que también, a su modo, viene de ahí, de esas capas medias, en las que ponen el ojo, por las que ponen el cuerpo. Cristina, el FR, y distintos bloques peronistas mostraron por lo menos que no iban a dejar sola a la clase media en este camino tortuoso. Y lo que en Cambiemos a los ponchazos intenta coordinar es una jugada a varias puntas en las que radicales y Carrió se muestren como quienes representan a estos golpeados dentro del subsistema del gobierno. Porque, ¿qué arriesgó siempre, al final, la relación de los radicales y republicanos con su base? Lo que hizo De la Rúa: representar es el derecho a cagar.